Muchacha asomada a la ventana. Salvador Dalí.
La casa tenía ventanas.
Azules como el mar.
Llenas de algas y conchas marinas.
A veces vomitaba rastrojos de besos y cuencos de abrazos quebrados.
Otras se llenaba de amores locos y pinturas de acuarelas.
En las noches negras la luna iluminaba parte de la ventana que daba al mar.
Ese era tu faro en las noches negras.
Esa era mi salvación.
Y en los días claros nos lanzábamos desnudos hacia las olas espumosas.
Llenos nuestros pechos de rododendros.
Pero eso era en los días claros.
Los sombríos anunciaban tempestad. Nos resguardábamos en el hogar queriéndonos proteger de nosotros mismos.
Improperios, recuerdos sórdidos que ahora recobraban más fuerza si cabe.
Deslices de amores que satisfacían los deseos más perversos.
Anclajes férreos dinamitados con miradas penetrantes traspasando nuestro sexo tórrido.
La casa azul poseía la capacidad de transformarse según nuestras necesidades.
Un día fue hermosa como un cielo despejado.
Y hacíamos el amor en todos los huecos de la casa para perpetuar nuestros orgasmos de ambrosía.
Nos lanzábamos al abismo sin paracaídas, porque sabíamos que siempre nos esperaría el faro y la luna en las noches negras.
Un día la casa se cansó de acogernos. Se elevó un palmo del suelo y con la fuerza del viento se alejó dejando una estela blanquecina en un cielo que no conocíamos.